Sobre el plástico de la mesa del comedor, un pedazo de hule mal cortado y amarillento tan grueso para proteger el mantel de flores abiertas junto a capullos apretados, eternamente abrazados a sí mismos, se posan tres tazas.

En los pétalos abiertos hay dos bebidas ya sin humo. Es como si con ese elemento, danzante y libre, se hubiera ido también el buen sabor del té, el buen sabor del café, del chocolate, de la comida, de la conversación…. de las personas.

Todo se lo había llevado, desde el salero ahora cómodamente a un lado del plato, hasta las ganas de seguir bajo ese techo. Ambas mujeres dejaron de disfrutar las tazas, pero la de enfrente, la tercera dramática y gélida, se posaba en unos labios arrugados como si aún tuviera gusto. 

Tal vez así era, porque ese té había sido sazonado con sal encapsulada en bolsitas de otros ojos. El sodio ayuda a intensificar y explotar los sabores, por eso un poco de miel no basta para crear el gusto deseado. Ella necesitaba siempre más.

Su taza a la cabeza de la mesa, amarga y álgida, se mantiene siempre a una distancia suficiente para permitirle la prepotencia de la tercera edad. Su té, propio de seres similares, es capaz de compactar todos los sabores:

⚫Una ligera capa de manzanilla

⚫Un poco de miel

⚫Las pizcas espolvoreadas de rencor 

⚫Una gotita de leche 

⚫El regusto del victimismo 

⚫Contados cristales de azúcar morena 

⚫Manipulación troceada. Una sorpresa sólida al final de la bebida

Tu total silencio me permitió verte. Te vi llorar por ella, por los ingredientes de su té, por las arrugas bucales moviéndose rápidas, por las potentes cuerdas donde la edad no ha pasado. Tu taza junto a la mía, a largos seis centímetros, se derramaba por un líquido que no contenía. 

La tercera, esa lejana acosadora, se vaciaba tranquila. 

A ella también la vi llorar. Berreaba, se encaprichaba, se extendía y volvía a sentarse. Debía siempre regresar a su sitio, porque las lágrimas, en su silla fingiéndose pilar, rellenaban el recipiente.

En vanos intentos por sorber algo de distracción, tomaba mi taza y me ajustaba al sabor desagradable de una bebida cuyo tiempo estaba sobrado. El cansino consuelo se hallaba en la imaginación: 

¿Cómo hacerlo?

tomar la taza 

tirarla 

romperla al lavarla en un accidente 

aventarla enrabiada

destruirla 

Los métodos, iguales a su estufa, son insuficientes porque, con cualquiera de ellos, la cerámica encontrará la forma de afilarse y, al tomar la valentía de levantarla, dañarles las manos. 

Último ingrediente:

Unos gramos de mezcla de cicatrices finamente seleccionadas.

Para su té es importante el equilibrio de sabores, las marcas físicas no se disfrutan tanto como las emocionales. Las de sabor predilecto.

Entonces, ¿cómo hacerlo? La más joven mantiene la pregunta y se decide:

Ignorarla

Olvidar que existe

Debe olvidar que existe

Vuelve la vista al mantel escondido. Vuelve a los sorbos de una bebida helada. Vuelve a la escena monótona, un té para dos forzado a ser para tres.  

Fotografía de Pinterest

Gisela Luna (Guanajuato, México, 2001). Oficinista. Licenciada en Letras Españolas por la Universidad de Guanajuato (UG). Ha participado como expositora en diversos coloquios y congresos nacionales de investigación y literatura. Le interesan la incomodidad y las perspectivas que una misma situación puede tener. Fue escritora colaboradora de ‘Confesiones a la deriva I’ de la editorial Palabra Herida. Publicó en la edición de Día de Muertos de la Editorial Digital Meperson.        
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